Faltaban pocas horas para que amaneciera cuando Johnny se desveló. Tenía una sensación extraña, como si algo que no lograba identificar rondara por su cabeza. Rose seguía dormida, así que Johnny decidió levantarse y dar inicio a su jornada con la esperanza de que la actividad calmara su inquietud.
Mientras preparaba el primer café de la mañana, observó en el calendario donde Rose apuntaba los eventos inexcusables del día que para ése no había nada previsto. —Ni cita con el médico, ni visita de los pequeños,… ni entrevista con el tipo de la funeraria…— bromeó acariciando a Cash, su perro. Aunque físicamente se encontraba bien, en los últimos meses la cabeza le había jugado alguna que otra mala pasada. Nada serio, a excepción de un episodio de desorientación que sufrió el invierno anterior. Sucedió durante un paseo que daba solo por el campo. Al ver que tardaba tanto en regresar, Rose tuvo que ir a buscarlo y llevarlo de vuelta a casa. El médico quitó hierro al asunto, achacando aquel despiste a los efectos de la fuerte gripe que había pasado días atrás.
A fin de liberarse de la desazón con la que se despertó, tomó un lápiz y una hoja de papel y trató de anotar todo lo que tenía que llevar a cabo. Desde que se retiró, dedicaba gran parte de su tiempo a cultivar el pequeño huerto, a hacer arreglos en la casa, a cuidar del jardín y, de vez en cuando, también de sus nietos. Empezó a escribir: «cortar y almacenar la leña; podar las plantas y recoger las hojas secas; recolectar las hortalizas; lijar y pintar la valla; arreglar la puerta de la cocina…» y así hasta completar una larga lista de asuntos pendientes.
Siempre había estado muy activo y ocupado, de modo que la extensión de aquel inventario no era motivo de preocupación para él. A pesar del enorme hueco que aquella descarga había dejado en su mente, sentía que el motivo de su pesadumbre seguía todavía allí cautivo. —Me estoy haciendo viejo— dijo con resignación. Cash lo miró, giró levemente la cabeza y emitió un gemido que Johnny interpretó como una reprobación a su comentario. Dobló el papel, lo introdujo en el bolsillo de su peto y posó el lápiz sobre la oreja. —Está amaneciendo, Cash. Salgamos a dar un paseo—.
Al salir de casa, Johnny reparó en que a la casita del árbol le hacían falta unos cuantos remiendos. Los chicos habían estado jugando en ella durante todo el verano y pensó que debería dejarla arreglada antes de que llegara el invierno y el mal tiempo empeorara su estado.
Se trataba de una pequeña y sencilla estructura de madera que su padre había construido para los hijos de Johnny y Rose, de la que en ese momento estaban disfrutando una segunda generación de niños. El propio Johnny le ayudó a levantarla. Tenía muy buenos recuerdos de aquellos momentos, en los que ambos tuvieron largas conversaciones. —Desde arriba se ve todo más claro—solía decirle su padre cuando él explicaba algún problema que debía afrontar. —Toma distancia, trata de relativizar lo que te preocupa y deja que aflore lo que de verdad es importante para ti— proseguía. —Perspectiva, hijo, perspectiva—. Estas últimas palabras se convirtieron en una especie de mantra que repetía toda la familia, a menudo incluso anticipándose a que él las pronunciara.
Mientras Cash perseguía alguna alimaña, Johnny se dirigió al roble en el que estaba construida la casita, subió la escalera de cuerda y se quedó de pie, medio agachado, asomado sobre el tablón que hacía las veces de barandilla. Seguía pensando que algo importante se le estaba pasando por alto. Recordó las palabras de su padre: «Desde arriba se ve todo más claro». Cogió el papel de su bolsillo y añadió a la lista los arreglos que tenía que hacer en la casita. Después revisó todo lo que había garrapateado. Desde esa altura podía ver el perímetro entero de la propiedad: la valla, la casa, el huerto.
No parecía que hubiera tanto trabajo por hacer. Dirigió su vista hacia el jardín, donde pudo apreciar las hojas secas caídas en el suelo y las plantas que había que manicurar, entre ellas el rosal. En aquel momento, su corazón empezó a bombear más rápido. —No te faltaba razón, viejo— pensó, sonriendo.
Rose se asustó cuando no vio a su marido al otro lado de la cama. Normalmente, era él quien la despertaba cada mañana con un beso de buenos días. Tras más de cincuenta años de matrimonio seguían estando muy unidos. Los altibajos que les habían acompañado durante el tiempo que llevaban juntos fueron fortaleciendo aún más su relación. El uno acabó siendo siempre un apoyo para el otro.
—¿Otra vez, Johnny, precisamente hoy? —se dijo, recordando el suceso del invierno pasado. Rose se levantó y se puso a buscarlo por toda la casa. A través de las ventanas solo pudo ver a Cash inmerso en alguna aventura y ni rastro de su marido. Se vistió y se dispuso a dirigirse al mismo lugar donde lo encontró la última vez. Cuando apresurada fue a abrir la puerta, tuvo un sobresalto.
Ahí estaba Johnny, apoyado bajo el dintel con las manos en la espalda y media sonrisa dibujada en su rostro. Rose gritó: —¡Johnny!, ¡Me has dado un susto de muerte, pensé que…!— sin dejarla terminar, él mostró cómo su mano sostenía una resplandeciente rosa roja. —Feliz cumpleaños, cariño— le susurró. —¡Te has acordado! —exclamó ella ruborizada. —¿Cómo iba a olvidarlo, cielo?— respondió él rascándose la coronilla, pensando que no estaría de más apuntar los próximos en el calendario. A su lado, Cash soltó un ladrido.
[Una banda sonora que ha sido inspiración para este relato]
Fotografía de Brooke Davis en Unsplash
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